lunes, 5 de octubre de 2009

Un día en la vida de un adicto.

Mí día realmente comenzaba la víspera y era, siempre, la misma rutina. Antes de acostarme, me pasaba unos minutos decidiendo si me fumaba los dos cosos que tenía o si los guardaba para hacerlo al levantarme. Me despertaba a las 6 de la mañana, lo primero que hacía era un recorderis sobre la decisión tomada, si de pronto me había quedado un basuco de la noche anterior, si lo tenía, eso me elevaba el espíritu, a continuación recordaba cuanto dinero tenía en el bolsillo, por supuesto que era rara la vez en que tenía un peso y nunca tenía más de novecientos. Si tenía algo, me bañaba y pedía desesperadamente el desayuno para irme a fumar el primero, si tenía dos me iba sin desayunar y si no me alcanzaba para un basuco inmediatamente maquinaba la forma en que iba a completar los mil cincuenta pesos que necesitaba para el primero.

Desayunaba y salía, siempre a pie, para irme a esperar a la secretaria de la oficina en la cual “trabajaba”. En el camino, me fumaba siempre uno, dos o hasta tres basucos. Llegaba al parque de Berrio y me paraba a esperar a la secretaria, no sé cuantos giros daba para no perderme su llegada. Normalmente llegaba a las 7:30 de la mañana y la acompañaba en el ascensor para que no se me fuera a escapar. Ella sabía que venía por la plata para desayunar: tres mil doscientos pesos recibía y bajaba aceleradamente para ir a fumarme tres basucos. Recorría cinco o seis cuadras y me los fumaba. Regresaba a la oficina, normalmente a las 8 pasadas y comenzaba a “trabajar”. A veces algo hacía, pero mi único pensamiento era como me conseguía, antes de la hora de almuerzo, mil cincuenta pesos para fumarme uno. Si los conseguía salía y regresaba en quince o veinte minutos y en esas me la pasaba toda la mañana. Desde las 11: 30 comenzaba a planear el almuerzo y a las doce, antes si mi hermano se había ido, pedía la plata para ir a almorzar. El almuerzo consistía en cinco o seis basucos más que me duraban hasta la 1 de la tarde, a la una regresaba a la oficina para seguir “trabajando” y el trabajo consistía en estar siempre atento a la menor oportunidad de irme a consumir. Los sistemas eran muy variados: niña, le decía a la secretaria, déme tres mil pesos para ir a EE.PP y estoy seguro de que ella sabía para que era, pero si mi hermano lo autorizaba y normalmente yo ya lo había embaucado para que me dejara ir, no tenía más remedio que dármelos. Los clientes que yo visitaba en el mes no tenían contadero pero lo que si se contaba muy fácil eran los resultados de esas pretendidas visitas: nulos. Otro sistema era comprar un libro para capacitarme y ocasionalmente esto me resultaba. Me vendían el libro por tres y yo cobraba diez y con la diferencia iba a fumar basuca. A veces también pedía plata para ir donde un compañero que me iba a enseñar algo sobre mi trabajo. ¡Cuánta credulidad en mi hermano!

Al ir acabando la tarde, me preocupaba más que en el resto del día, ya eran los últimos pesos para la comida y la vivienda y por eso estrujaba mi creatividad tratando de conseguirme algún peso adicional. A las cinco o cinco y media salía disparado a gastarme la plata que me habían dado, ese dinero me duraba aproximadamente hasta las siete o siete y media de la noche, entonces, empiece Cristo a padecer. ¿Cómo conseguirse uno mil pesos a esas horas? Ya sabía con quién podía contar, dependiendo del día, hubo personas que nunca me fallaron y hubo otras que nunca cayeron en mis redes. Hasta tenía un excompañero al cual le caía a las cuatro de la mañana al salir del turno de la noche. No se cansó hasta el final, pero se canso. Mi último recurso era el casero, era este un señor, adicto recuperado y ladrón declarado, me prestaba cinco por cincuenta, cuando lograba cuentearlo, aunque normalmente me estrellaba contra los muros, su señora era inconmovible y lo manejaba con el dedo chiquitico.

Todos mis cigarrillos me los fumaba en la calle, pues ya era incapaz de encerrarme en una olla.

Ocasionalmente resultaban recursos extras y cuando eso pasaba me perdía de la oficina hasta el otro día. Esto que cuento ocurrió en los gloriosos, es decir en épocas en que por lo menos tenía un trabajo y unos ingresos diarios garantizados. Hubo épocas más difíciles pero siempre me resultó con que seguirme destruyendo. Como decía un anciano que recogía dinero en los buses para irse a fumar basuca: primero se acaba el helecho que los marranos y aunque es una frase dolorosa para quien se cree muy uva es cierta.

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