miércoles, 1 de diciembre de 2010

De amarrar

El primero y último libro de autoayuda lo leí en el Hospital mental de Antioquia. No recuerdo el título pero sí que era de un señor Leo Buscaglia. Me impactó. A medida que lo leía me sentía tan compenetrado con lo que allí se decía que me convertí, mentalmente, en otra persona. Lo terminé de leer un sábado en la noche. El domingo me levanté con un ánimo esplendido, eran las 6 de la mañana y me fui al baño con la idea fija de estimular los sentidos como me enseñó el libro. Gocé con el agua como un niño, la disfruté como si la hubiera conocido en este baño, cerraba los ojos y la sentía caer agradablemente por todo mi cuerpo. Terminé el baño, me vestí y salí a la manga a estimular el sentido del oído: para ello me arrecosté en la manga todavía húmeda, afortunadamente el sol tempranero me impidió sentir cualquier clase de frío. Me coloqué de lado y comencé a concentrarme en los ruidos del viento que al parecer nunca antes había escuchado, a los pocos segundo el sonido del viento se fue intensificando de tal manera que me asusté y pensé: me voy a morir, comencé a sentir que como en la historias de los túneles con una luz al final, empezaba a entrar en uno e inmediatamente reaccioné, de igual manera a como había leído en algunas de esas historias, diciéndome, todavía no. El ruido seguía intensificándose y para acabar con él no me quedó otro recurso que ponerme de pie. El ruido cesó inmediatamente pero ya la locura se había desatado en mí: me dije, me voy a morir hoy, pero no todavía, tengo que ponerme en paz con Dios. En ese momento me inventé un ritual: tome un pañuelo limpió, de inmaculada blancura que no sé por qué razón tenía en el bolsillo, lo desdoblé cuidadosamente, me arrodille sobré él, elevé los ojos al cielo y le pedí a Dios misericordia para conmigo; me dije listo, ya me puedo morir tranquilo, algo me dijo, todavía no Juan, apenas estás empezando tu proceso para ponerte en paz con Dios. Repetí ceremoniosamente el mismo ritual tres veces: sacada del pañuelo, extendida en la manga, arrodillada, elevar ojos al cielo, pedir perdón por mis pecados, levantarme, sacudir el pañuelo y guardarlo nuevamente en el bolsillo. Cuando acabé, se me ocurrió que debía hacerlo siete veces y así lo hice.

No sobra resaltar que esto ocurría durante la hora del desayuno y ningún interno estaba excusado para faltar a él. ¡Cómo se reirían los enfermeros! Los imagino viéndome desde lejos hacer lo que hacía sin querer en ningún momento interrumpirme y dejándome absolutamente tranquilo.

Después de las siete veces me disponía a pronunciar en silencio mis últimas palabras: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y entonces pensé: los enemigos del hombre son el mundo, el demonio y la carne. Antes de morirme tengo que acabar con ellos para poder hacerlo tranquilo. ¿Qué es el mundo? Me interrogué, después de algunos segundos concluí que el mundo estaba conformado por el prestigio y las clases sociales. Me dispuse entonces a renegar de ellos y para ello procedí a ir adonde todas las personas que tenían una buena posición dentro del hospital y delante de ellos recitaba el mismo monologo: ¿usted cree que es más importante que los demás? ¿Se cree mucho por la posición que tiene? Sepa que no vale nada ni por sus conocimientos ni mucho menos por su posición. En realidad es usted un pobre pendejo prisionero de sus propios prejuicios. Una vez acabado mi discurso, arrancaba para otra oficina hasta recorrer todas a las que pude entrar. Los funcionarios se quedaban simplemente mudos, no podían creer lo que oían y afortunadamente nadie reacciono contra mí. Supongo que inmediatamente detectaban el estado en que me encontraba. Una vez terminada esta cruzada, procedí a derrumbar la separación establecida por las clases sociales. Era complicado, allí prácticamente todos éramos de clase baja, sin embargo me invente la manera de hermanarme con todos y para ello comencé a abrazar y a conversar con todo el mundo. Recibí una acogida impresionante de parte de todos los internos, pues a ellos se reducía mi objetivo.

Una vez derruido el mundo, repetí mi ritual del pañuelo sabiendo que apenas estaba comenzando mi proceso, aun me faltaban el demonio y la carne. Descanse dos o tres minutos mientras pensaba en como atacar a la carne, me pregunté nuevamente ¿Qué es la carne? Aquí la respuesta era inmediata y muy simple: la mujer. ¿Qué hacer? En ese momento divise una gorda y la respuesta fue automática, debía rendirla y después no dejarme vencer por la tentación. Fui donde la gorda y me puse a coquetearle, venciendo mi invencible timidez, pero el asunto lo ameritaba, la gorda se sorprendió y sin embargo me hizo caso, cuando ya la tenía prácticamente en mis brazos, me retiré olímpicamente dejando a la pobre gorda estupefacta. Llegado nuevamente a la manga, contemple a la gorda a lo lejos y me dije: con esta tan fea no es gracia, voy a atacar una más bonita, dicho y hecho, vi una enfermera muy hermosa entrando al botiquín y ni corto ni perezoso me dirigí a ella, cuando intente repetir la actuación anterior casi me pega, me retiré con la cola entre las piernas y me dije, no, realmente con la gordita es suficiente, no caí en la tentación y no estaba ni tan fea. No quise repetir la desoladora experiencia que había tenido con la enfermera. En este momento no me faltaba sino el demonio y lo que es la locura, habían transcurrido casi seis horas, ya eran pasadas las doce, miré hacia el comedor y allá estaban los enfermeros con todos los pacientes en las tareas propias del almuerzo, a mi me seguían ignorando en cuanto a medidas coercitivas. En esas observé como un enfermero moreno, de bozo, me señalaba a uno de sus compañeros, lo observé como ponía un vaso, seguramente con leche y algo que parecía una torta y se dirigía directamente hacia mí, mientras más se acercaba, más se me parecía a Satanás y pensé: ¡el demonio! No puedo caer en la tentación y me dispuse a enfrentarlo valientemente. Cuando llegó hasta mí, me extendió el plato y me lo ofreció:

-Juan Bautista, tómese esta lechita con esta torta, usted debe tener mucho hambre, ni quiera ha desayunado.
-Muchas gracias, le conteste- No tengo hambre, por favor retire eso.
-Extrañamente no insistió y se retiró.
El proceso había terminado. Estaba listo para la muerte. Reinicié mis ritos para entregar el alma a Dios. Supongo que mis ceremonias impidieron que los enfermeros tomaran medidas contra mí. ¡Cómo se reirían! Después de varias oraciones y con mucho fervor por fin me atreví a pronunciar las palabras que estaba seguro me llevaría inmediatamente al creador. Me arrodillé, me levante en profundo silencio y cual Cristo moderno dije fervorosamente: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Las pronuncié lleno de reverencia y absolutamente convencido de que una vez pronunciadas entregaría mi alma. Esperé algunos segundos y nada pasó, no lo podía creer, no entendía que pasaba y fueron pasando los segundos y nada todavía. Pasados unos pocos minutos me di cuenta de que la cosa iba para largo y no me dejé abatir por la decepción, al contrario, me inundó la absoluta cereza de lo inevitable, pasados un cuarto de hora ¡Caí en la cuenta! Mi muerte no iba a ser una muerte más, ese día, después de las tres de la tarde, llegaría por mí y por los bienaventurados que me acompañarían Jesús en persona: ese día, quien lo creyera, iba a venir Cristo por segunda y última vez. Inmediatamente comencé mi preparación para recibirlo de manera adecuada.

En cuanto a rituales y perdones, no había nada que hacer, ya estaba en paz por todo lo que había hecho en las seis horas anteriores. Me puse a reflexionar en lo que me esperaba cuando Cristo viniera por mí. Para ello, hice un minucioso examen de mi vida. Revise en cuales de los pecados capitales había caído y especialmente si los había superado. Lo que es la ilusión, creía firmemente que todo estaba en un punto óptimo, por supuesto, que en casi todo por el arrepentimiento y deseo de enmienda de que disponen las católicos, y yo era uno de ellos, para cuadrar sus problemas espirituales. Una vez que todo estuvo perfecto, comencé a examinar lo que sabía de mis hermanos y de mis amigos, condoliéndome cuando concluía que estaban en mala situación para lo que llegaría después de las tres, y alegrándome cuando los veía acompañándome en mi próxima bienaventuranza. Los trataba mentalmente con mucho cariño y deseaba intensamente poder comunicarme con ellos para contarles lo que iba a pasar.
Todo esto terminó y entonces me dedique a mi entorno, miré a mí alrededor y me condolí profundamente de los locos que me acompañaban, especialmente de los más desharrapados y humildes. Me dediqué a comunicarles lo que sabía y logré reunir un grupo que me seguía a la manera que los apóstoles lo hacían con el mesías. Era risible ver el grupo de menesterosos que se movían en grupo por todo el pabellón en donde estábamos internados. Nos sentíamos unidos por un profundo amor cristiano y nos hacíamos bromas gozándoos a los que no habían creído la buena nueva. Así pasó el tiempo hasta que llegaron las tres de la tarde y ya podrán imaginar mi sorpresa cuando no paso nada. ¡Qué decepción!

Mi espera y la de mis compañeros, todos creíamos que a las tres en punto sonaría la trompeta, se prolongó más o menos una hora más, en ella me dedique a caminar con mis amigos. Al final, cuando supimos que Cristo no vendría en esta tarde, nos encaminamos a la puerta de salida. Allí, con voz potente le ordené a quien estaba cuidándola que nos abriera, sin inmutarse nos pregunto que para que y sencillamente le dijimos que nos íbamos a ir. Se quedó de una pieza viendo el gentío y sin arredrarse nos miro como se mira a unos pobres locos ¡que descaro! Y nos ordenó con voz más potente aun que nos retiráramos y eso hicimos. Mis queridos amigos se fueron retirando y en pocos minutos estaba completamente sólo y desconcertado. Eran las cuatro de la tarde y contra todas las normas no había comido nada en todo el día ni ningún enfermero me había llamado la atención, mi comportamiento, valga la redundancia era el de un loco perdido y eso al parecer era lo normal allá. Hasta aquí, el día fue una comedia y a partir de este momento se convirtió en lo que pudo ser una tragedia, no recuerdo nada más hasta las 5 y cincuenta de la tarde, era la época más dura de los atentados y el poder de Pablo Escobar, a esa hora, lo recuerdo bien y quien sabe porque evolución de mis pensamientos pensé: a las 6 en punto van a tocar la puerta y ese que toque me va a matar, lo mandó Pablo Escobar, pasaron los minutos y yo me iba aterrorizando pensando en el momento en que fueran las seis. Me fui acercando sigilosamente a la enfermería sin saber con qué intenciones, a las seis en punto lo supe, tocaron la puerta y entre apresuradamente cogiendo unas tijeras que vi encima de un escritorio y salí gritando corriendo hacia la puerta: me van a matar, me van a matar y ahí si reaccionaron los enfermeros: salió uno a cogerme y lo tiré al suelo sin esfuerzo, corriendo apresuradamente por la manga hacía la puerta que seguían tocando insistentemente y yo seguía gritando, se unieron más enfermeros a la persecución y seguí tirándolos al suelo, sin agredirlos con las tijeras, se necesitaron seis para por fin detenerme y mis gritos sobre mi muerte atronaban el Hospital. Los enfermeros me torcieron los brazos para quitarme las tijeras y después de mucho esfuerzo lo lograron. Seguía gritando pero el dolor me venció y les pedí clemencia. Ellos simplemente me arrastraron una pieza aislada. En ella había tres camas todas desocupadas, me llevaron a la del centro y en ella me amarraron de pies y manos sin que pudiera mover nada, fuera de la cabeza, me crucificaron completamente y los demás locos se arremolinaban en la puerta, viendo el espectáculo. En esas alcancé a ver a Giovanni en la puerta de entrada y en mi paranoia comencé a gritar; Giovanni es Pablo Escobar, Giovanni es Pablo Escobar y así seguía gritando, los pacientes se reían, los enfermeros estaban preocupados y yo aterrorizado. Me pusieron varias inyecciones que no tuvieron ningún efecto para calmarme si eso era lo que buscaban. Era tanto mi terror que los enfermeros hicieron retirar a todos los pacientes. Después de revisar muy bien en qué circunstancias me dejaban, cerraron la puerta y me dejaron solo. Vinieron dos o tres veces más a revisarme y por fin se alejaron para no regresar en toda la noche. No sé si dormí algún momento, pero no lo creo. Mi estado de excitación era excesivo. De pronto me di cuenta de mi situación en la pieza, eran tres camas y yo ocupaba la del medio, repentinamente las camas se me transformaron en cruces, estaba en medio de ellas y allí veía a dos personas. Comencé a gritar completamente sorprendido: ¡Yo soy Jesucristo!, ¡Yo soy Jesucristo!, por extraño que parezca no alcancé a relacionar esto con mi espera de toda la tarde, aunque evidentemente se relacionaban. Nadie me escuchaba pero yo seguí gritando, de pronto, me calmé y comencé a conversar con los de las cruces y repetí la conversación de Jesucristo con los dos ladrones que lo acompañaron en su crucifixión. Esto duro bastante rato y al fin pasó, volviendo a aparecer las camas, pero ya no estaban solas. En ellas aparecían dos desconocidos y en el centro, yo ya no era yo, también me había convertido en unos de mis familiares, no recuerdo en cual. De pronto, los rostros de los tres comenzaron a girar y nada se veía de ellos hasta que se detenían los tres al mismo tiempo y yo veía las caras de tres de mis familiares ó las de tres de mis amigos de infancia, en ese loco girar, durante mucho tiempo, fueron apareciendo las caras de todos ellos, al final, ya cerca del amanecer, se detuvieron completamente, en la cama de mi derecha aparecía Jesusa, la mujer que nos había criado, en el centro estaba yo, completamente normal, y en la derecha aparecía Alberto, el menor de mis hermanos hombres. Pensé, ¿con qué esas eran las personas que no podía reconocer?, extrañamente mis vecinos desaparecieron y quedé sólo, completamente calmado, la pesadilla había terminado. Eran cerca de las seis de la mañana, lo sabía por la luz que se filtraba por debajo de la puerta, ya no eran las bombillas, que veía esporádicamente en la noche sino luz natural. Intente moverme y me desesperaron las cuerdas que me ataban. No sé cómo pude soportar esas ataduras por doce horas, pero lo hice. Pacientemente esperé a que llegaran los enfermeros, pues tendrían que llegar y efectivamente no pasó mucho tiempo antes de que abrieran la puerta. Al entrar, me saludaron amablemente y me preguntaron cómo había amanecido, les solicité que me desamarraran, me preguntaron que si lo podrían hacer con tranquilidad, si ya estaba completamente calmado, les dije que sí y me desamarraron con mucha prevención, cuando se dieron cuenta de que realmente estaba tranquilo, me permitieron levantarme y salir de la habitación.

A las siete y treinta de la mañana nos dieron la medicación, a mi me daban una pastilla en las mañanas y se me dejaron venir con unas doce, pusieron mucho cuidado para que me las tomara todas. A las ocho de la mañana desayunamos y al poco tiempo después de terminar me vi casualmente con mi médico, me preguntó sin mucho interés que me había pasado y no le dije nada. Ocho días después estaba saliendo nuevamente del hospital como si nada hubiera pasado pero esas veinticuatro horas permanecerán para siempre en mi memoria.


Juan Bautista Vélez
Diciembre 1 de 2010