jueves, 13 de agosto de 2009

Una plaza

A pesar de llevar varios años en el mundo de la droga, no sabía lo que significaba la expresión: una plaza. Me dio mucha rabia cuando una amiga se dio cuenta de en que andaba yo y me preguntó sin preámbulos:

- Que hubo, ¿estabas mercando?
- ¿Mercando? ¿Cómo así?

Y no necesité más, en ese momento caí en cuenta de que era mercar y que era la tal plaza. No se que me dio más rabia, si la risita suya por lo que ella creía era fingida ignorancia o darme cuenta tan cruelmente de que todo el mundo conocía lo que yo tan celosamente callaba.

Comencé comprando por medio de terceros escogidos cuidadosamente, después, tímidamente, comencé a comprar sigilosamente en un expendió que conocí, después comencé a encerrarme en casas donde vendían basuca si saber nada de expresiones como plazas, ollas ni nada relacionado con ellas.

Cuando llegué a la primera plaza que conocí por ese nombre encontré: cuatro jíbaros, un edificio con cuatro apartamentos, otro con tres y cuatro casas más dónde se podían conseguir basuca y marihuana. Habían, además, dos negocios legales: una tienda y un taller de mecánica. Todo estaba localizado en una longitud de 20 metros: 10 sobre la carrera y otros diez sobre la calle.

Cada jíbaro tenía su clientela propia aunque la mayoría de quienes frecuentaban la plaza no tenían preferencias en sus compras. Los expendios no me atrevería a calificarlos de “ollas” pues no tenían su miseria, la gente no fumaba en cuclillas sino sentada en sillas y taburetes, había personal de un nivel social medio y aun en ocasiones llegaba gente de estratos altos; eran más casas de citas, los clientes compraban o mandaban comprar la basuca abajo, a los jíbaros, las casas obtenían la utilidad del licor y de las piezas que alquilaban aunque casi siempre la gente estaba más interesada en fumar basuca que en acostarse con una vieja.

No tengo ni idea de cuanta basuca vendían en esa plaza pero si observé, completamente asombrado, la cantidad de dinero que movían los jíbaros. No hay negocio, no puede haberlo, que mueva tanto dinero en menos espacio y mucho menos que tenga la rentabilidad que tiene esta plaga moderna.

Si yo fuera a hacer un cálculo de las ventas diarias, no las bajaría de cuatro millones de pesos y eso era mucha plata para venderla en veinte metros lineales con dos empleados de planta en el año de 1995.

Al principio suponía que los jíbaros ganaban mucho, pero después, me di cuenta que casi todo el dinero se quedaba en manos de los patronos. Me pasó como al menor de mis hijos cuando un día viajando en un bus urbano me preguntó que porque no trabajaba como chofer de bus y al mirarlo vi su mirada codiciosa sobre las manos del chofer llenas de billetes.


Dos meses, después de haber llegado, dieron una orden: todos los jíbaros tenían que abrirse. Tres días después sólo quedaba uno de los cuatro jíbaros: un primo de éste, seguramente bien informado, se abrió inmediatamente como lo habían ordenado , al otro día mataron a uno de los que se quedaron y al siguiente dejaron inválido al otro rebelde. Éste, después de una larga convalecencia, volvió al trabajo contra todos los pronósticos y también contra todos los pronósticos lo mataron un día después en su flamante silla de ruedas.

Guineo, así se llamaba el jíbaro que quedo reinando en esa plaza era una persona muy especial. Traté durante mucho tiempo de que me fiara alguna cosa y nunca fue posible. Sin embargo no desfallecí y el milagro se dio ocho días después de que me cambiara un cheque chimbo de cinco mil pesos, el cheque se lo había hurtado a un amigo y yo mismo lo había firmado. Al otro día muy preocupado, madrugué a decirle a Guineo:

- Guineo, no entregues mi cheque que yo te lo pago esta tarde.
- ¡Huy hermano! Ya lo entregué.
- Te lo van a devolver. Esta noche te doy la plata para que esa gente no se enoje.

Esa noche le dí la plata y me sinceré con él. Me la recibió y se quedó como aburrido.
Ocho días después, para mi sorpresa, se me arrimó Guineo y me dio cinco mil pesos diciéndome que el cheque lo habían pagado. A partir de ahí Guineo me fiaba ocasionalmente unos pocos pesos. Alguna vez llegué a deberle treinta mil, realmente el hombre me cogió confianza.

Manejar a la policía era otro de los artes que Guineo dominaba, ellos también obtenían una parte muy importante del negocio, nadie sabe cuantas patrullas llegaban a cobrar, pero eran numerosas. Algunas veces iban policías que no figuraban en la nómina y se sentaban en cualquier silla de la tienda hasta que después de un rato Guineo, indefectiblemente Guineo los frenteaba:

- ¿Qué quieren?
- Nada, ¿Por qué?
- No vengan a chimbiar aquí, digan de una vez, ¿qué quieren?

Guineo sacaba entonces un billete que los policías recibían en el 99% de las veces y se retiraban.

Claro que algunas patrullas que no estaban en el negocio hacían todo lo posible por coger in fraganti a un vendedor que como Guineo era conocido por todos ellos y dos veces lo lograron. Pasó entonces dos temporadas de vacaciones en Bellavista, la primera durante seis meses y la segunda dos.

Un noticiero de televisión logró obtener imágenes de la corrupción que reinaba e esa esquina, Guineo y la policía fueron estrellas rutilantes en horario triple A, algunas de las tomas fueron perfectas y a pesar de lo escandaloso del asunto sólo lograron dificultar durante una semana el normal funcionamiento del negocio y al final de ella todo se normalizó.

Era Guineo un hombre juicioso, en tres ocasiones lo vi prendido y en una borracho, en la que se emborrachó se daba con la cabeza contra las paredes maldiciéndose por hijueputa. Desde esa noche, y hasta el día de hoy, me he preguntando siempre si sería él quien mató al inválido, así me lo decían su actitud y su autoincriminadera. Las veces en que Guineo se prendió lo hizo con serenateros cantando “Nadie es eterno en el mundo”. Él, como todos los pelados que viven en ese mundo sabía que “no nació pa´semilla”.

Guineo, como todo trabajador que se respete, tenía sus reemplazos. Tampoco iba a trabajar 24 horas diarias durante toda la semana, sin embargo, sus reemplazos eran seres intrascendentes, les faltaba su barraquera y desaparecían del parche a la menos señal de alarma. Uno siempre sabía cuando estaba el jíbaro mayor. Eso se notaba y no me pregunte porque. No lo sé.

El dueño aparente de la plaza, uno nunca sabe, era un señor de buena apariencia que tenía montado un negocio de venta de vehículos como tapadera para sus verdaderas actividades. Además tenía una tienda donde trabajaban sus hijos, por esta tienda comenzó a entrarle la desgracia al señor. Primero, uno de los hijos se convirtió en adicto a la droga y en seis meses era una persona vuelta nada, igual que cualquier adicto con veinte años en sus espaldas. Después, el mayor de sus hijos se convirtió en secuestrador y para su mala suerte se equivocó con el secuestrado y lo encontraron en una manga atado a un poste con alambre de púas y con el miembro entre su boca. No se que pasó con el único hijo hombre que le quedó. Lo cierto es que lo del hijo mayor destrozó a ese señor pero siguió con su negocio.

Lo mismo le pasó finalmente a Guineo, se equivocó en una vuelta con un fulano que visitaba esa esquina por primera y única vez. Ocho meses después de esa equivocación, bailándose el día del amor y la amistad en una casa del barrio Castilla, fue acribillado sin compasión y su muerte marcó la de la plaza dónde brilló por tanto tiempo.

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